por Rafaela Nuñileo
publicado en: Disidencia sexual
A esta hora de esta larga noche tóxica que no acaba, mi cuerpo quiere reverberar y transmitiros un haz de pensamientos que lo asedian, ora desde los pasillos lóbregos del macropoder, ora desde la sordidez lacrimógena de los perros guardianes. Lo asedian, también, la increíble adhesión que tienen todos los discursos de la exclusión y la soberbia de la normalidad, y aun la vergüenza de los chilenitos plebeyos que querrían ser patricios.
Chile se construye desde el ideal misógino y ario de los faldeos precordilleranos del Gran Santiago, desde las urbanizaciones fastuosas de la cota mil, porque para someter a los rotitos hay que tener aire libre de esmog. Chile se reconstruye desde la exclusión, desde la farándula en la televisión y los diarios, desde Chicago —y desde Washington—, desde los paraísos fiscales gracias a los que las transnacionales se ahorran tributar. Un terremoto no nos golpea en nuestro orgullo bicentenario —dicen— porque es una oportunidad para los negocios. El mundial de fútbol —en el que solo tienen permitido jugar los biohombres más representativos del género masculino— y el rescate de un grupo de mineros —que jamás se habrían quedado atrapados en un país decente— nos llena de júbilo cuando conmemoramos doscientos años desde que en Santiago del Nuevo Extremo una pandilla de aristócratas se reunió a deliberar acerca del mejor modo de velar por la soberanía del cautivo rey de España. Celebramos, engañadas por los mitos fundacionales del Estado nacional, este año tan «especial» para machos bien machos y hembras bien hembras.
Chile se festeja y se sonríe mientras un grupo de más de treinta presos políticos mapuche llevaba adelante una huelga de hambre para protestar en contra de las violaciones a sus derechos humanos por parte del Estado. Qué importan las mapuche si Chile es un país ilustrado y eurodescendiente. El que tiene un apellido mapuche, o resiste con estoicismo la hipocresía del mestizo aclarado, o bien se transforma en un hipócrita más (y se lo cambia, como un diputado por ahí de ultraderecha). El que no tiene apellido mapuche da testimonio, en su negrura, de un pasado de abuso y cosificación de la vulva precolombina. Ahora que los blancos sienten asco por las mapuche, ya no las violan: prefieren votar por los políticos que ordenan hostigar a sus comunidades y torturar a sus niñas. Los semimapuche aclarados, si no aplauden, babean con la silicona bicentenaria de las telegolfas de tez blanca.
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